Ser cristianas empoderadas (II)

2. Somos hijas e hijos de Dios por un mismo bautismo. Hermanas y hermanos en Cristo en discipulado de iguales.
Los relatos de la creación en Gn. 1 y 2 hablan de la creación de ser humano como un ser en relación: desde el principio éste es creado como varón ycomo mujer. Ninguno de ellos posee al otro ni es la medida del otro: la medida, la imagen, es siempre la de Dios. En este sentido, el ser humano, ya sea varón o mujer, expresa su ser imagen de Dios cuando reconoce y aprecia la existencia de otros (ya sea de Dios, ya sea de sus iguales, hombres y mujeres). Hombre y mujer no somos fragmentos, pareja de opuestos, que expresen juntos la imagen de Dios, como dos piezas de un puzzle que encajan para reflejar una imagen superior, sino que a través del bautismo hemos sigo marcados para llevar a la plenitud la humanidad que nos habita a cada uno, sin depender o complementar unos a otros o hacer diferencias y discriminaciones, porque es Cristo el que nos dignifica haciéndonos hermanas y hermanos frente a Dios. Por eso en el reconocimiento de la valía y dignidad del hombre a la mujer y de la mujer al hombre nos constituimos en cuerpo de Cristo, Iglesia diversa y en camino, empujados por la fuerza del Espíritu (Rom 8,14). Todos somos hijos e hijas de Dios por igual (2Co 5,17, Gal 3, 27-28), recreados a su imagen (2Co 3,18). Todos somos pueblo de Dios (1Pe 2,9).
Lamentablemente, el mundo que nos rodea y del que formamos parte, a menudo se expresa en claves de desigualdad, abuso y poder. La despersonalización (que no es otra cosa que la vulneración de la imagen de Dios en el ser humano, sea hombre o mujer), la cosificación, la explotación de los cuerpos de las mujeres (ya sea sexual o en forma de violencia de género) o las enormes desigualdades que existen entre hombres y mujeres (sociales, salariales, familiares y eclesiales), sitúan a las mujeres en lugares en los que su dignidad se ve reducida, al obligarla a depender del varón, o directamente negada, por considerarla de segunda categoría. 

Contra esto, nos urge recuperar la condición sacral a la que nos introduce el bautismo. Por Cristo todas nuestras idiosincrasias y complejidades, también ser mujer o varón, puede ser condición de plenitud. Es decir, un mismo bautismo (1Co 12-13; Ef 4, 5-7) lleva la igualdad de hecho a un nuevo horizonte, esto es, el de la equidad eclesial. Todos participamos en una misma dignidad, pero no por ser iguales, sino por ser diferentes… La diferencia no nos debe hacer dependientes (frecuentemente las mujeres de los hombres) sino que contribuye a la equidad de la mesa del Reino, donde la misericordia de Dios nos dicta quién necesita más, y no quién tiene más autoridad (1Co 3,4-6). Atender a las mujeres en sus necesidades, es un acto de comensalidad, eucarístico, no desde el paternalismo, sino desde el hermanamiento de discípulos y discípulas (Declaración de Accra art. 28). Configura a la Iglesia como signo verdadero de salvación (LG1) en este mundo roto, signo contracultural de los seguidores del Cristo resucitado.

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