Ser cristianas empoderadas (V)

5. Unidos contra la violencia contra las mujeres en sus distintas formas simbólicas y físicas, sociales y eclesiales.
Por eso es necesario proteger la vida que da fruto como una opción del Reino. El cuerpo de las mujeres es objeto de disputas, de luchas de poder y de dominación donde a menudo se proyectan las insuficiencias, los complejos o las rivalidades de los varones. Los crímenes de honor no pertenecen al pasado ni al mundo empobrecido. En España, los datos sobre la violencia contra las mujeres muestran que en un 22% de las mujeres han sufrido violencia física y/o sexual en algún momento de su vida. 
Hoy en día sigue habiendo discursos ideológicos y religiosos que no solamente no condenan la violencia contra las mujeres, sino que mantienen la ambigüedad, la justifica y en algunos casos sacralizan el menosprecio y la sumisión de las mujeres, en nombre de las lecturas sesgadas de los propios textos sagrados o las tradiciones.
A menudo se cuestionan las reflexiones y los estilos de vida de las mujeres que se alejan del ideal estereotipado del eterno femenino de la maternidad, objetivando a las mujeres sólo por sus ritmos fisiológicos y justificando claves culturales de sumisión y pasividad al varón que no corresponden a la libertad de los hijos e hijas de Dios. Se trata de una violencia simbólica que menoscaba la autoestima de muchas mujeres, culpabilizándolas y dificultando su vida y sus relaciones con los demás. Esta violencia es el desencadenante de las desigualdades educativas, de los techos de cristal en los empleos y los salarios, de las discriminaciones laborales y sociales por razón de sexo, de las jornadas dobles y triples de las mujeres en el reparto de las tareas de cuidado. También en las familias, cuando se educa diferente a hijas e hijos, privando de libertad a las hijas y justificando los comportamientos machistas de los hijos. La violencia simbólica también existe en la pareja, cuando se controla y domina sexual y económicamente a las mujeres, impidiéndolas trabajar, tener autonomía o decisión sobre su propia vida. 

Nos encontramos ante un problema estructural, un pecado enraizado en la base de nuestras sociedades y en el que debemos intervenir con la coherencia propia de la propuesta de Jesús. No debemos pensar que la violencia contra las mujeres es sólo su forma física, cuando se ven las consecuencias de un ensañamiento contra la persona. Esta violencia, terrible, que deja cada año un número de mujeres asesinadas y otro tanto de huérfanos, nos recuerda que los cristianos debemos ayudar a la erradicación de estos comportamientos, no solo en su parte visible, sino también en las bases de su presencia en la sociedad. 
Por eso no basta con paliar las consecuencias y atender a las mujeres violentadas, sino actuar en otros problemas como el derecho a la vida, la igualdad en el trabajo y en la educación, la participación en la toma de decisiones políticas y en las decisiones de las políticas sociales. 
Si algo ha de ser la familia cristiana es un crisol de empoderamiento y libertad. Ejemplo para la humanidad de acompañamiento de seres humanos que se toman en serio la vida del otro, respetándole y dándole espacios de realización personal. Es un reto educar a los niños y niñas en la igualdad y el reconocimiento de las diferencias como una oportunidad de sentirse iguales y no unos mejores que otras. 
Sabemos además, que habrá que reforzar los procesos de crecimiento y autonomía de las niñas y mujeres para contrarrestar los efectos tan agresivos de las culturas machistas. Apoyar a las mujeres en su realización personal es favorecer familias sanas, empleos igualitarios, economías justas y políticas estatales equilibradas. Todo ello es construir Reino de Dios aquí y ahora. Esa es nuestra tarea como cristianos y cristianas que buscan mostrar al Dios de la misericordia y la fraternidad.

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